Enfilé la última recta, con el cigarro ya encendido. No entiendo por qué siempre llego tarde. Además, ese sitio no lo conocía. Aun así, y siendo ya noche cerrada, me fijé en que este es otro de esos sitios con duende, que mece a la más bella Andalucía entre las flores más bonitas y que la luna no las amarga, sino que oscurece los colores a un tono que lleva a la más pura de las melancolías. Cádiz llena de flores, andaluza y vestida con los colores más bellos que la primavera nos regala. Es la dama de noche.
Crucé la calle y la vi, con los labios de color carmín, con la blusa blanca abrochada hasta arriba y la falda que caía por puro desenfado hasta las rodillas, me hizo sentir insignificante ante aquel espectáculo andante.
La saludo con un beso y la insto a que andemos.
Ya había pasado la hora de cenar pero al ser un día festivo pudimos tomar algo en un puesto ambulante en el que un gitanillo de unos diez años nos cobró con una de las sonrisas más agradecidas que he visto.
Después de unas cuantas cervezas y rozando el alba, mientras ella caminaba dando vueltas por la calle principal, la convencí para que viniera al hotel. Ella me dijo que solo vendría si le recitaba el poema, por el cual había llegado tarde, al oído.
Ya en la habitación de hotel, que era más bien pequeña, le dije que no sabría si le gustaría aquel poema. Pero me senté al lado de ella en la cama y acerqué mis labios a su oído. Aquel día no iba a ver el mar pero su cuello olía a la resaca de un día de levante. Su piel erizada mientras le recitaba aquellos vergonzosos versos que no tenían nada que ver con los acordes de su pelo.
Terminé de recitar el último verso y posé mis labios sobre su cuello. Despacio, incesante y suave. Cuando despegué los labios de su cuello, me recorrió un escalofrío. Recorrí mi dedo índice por las costuras de su camisa como dibujando una nueva, desabroché un botón de la mía. Y la besé otra vez. Pero esta vez en los labios. Esta vez con fuerza, esta vez con las ganas de comerme el mundo con ella.
Aquella noche desnudé su cuerpo y le hice el amor con la delicadeza y la fuerza que mejor supe. El recuerdo, ya borroso, es el de un cuerpo erizado contra otro electrizante haciendo que el mundo valiera la pena durante el alba de un día. Mientras que los primeros rayos de sol se reflejaban en su pecho, yo inventaba melodías para que jamás se cansara de aquella canción, que eran nuestros gemidos.